Me fui pal Sahara...
Luego de un año de planificación habíamos llegado al continente africano. Nos esperaba el guía que nos llevaría a ver a Marruecos en su forma más genuina. Iríamos desde Casablanca hasta Marrakech pasando por Rabat, Fes, Meknes, Volubilis y unos cuantos otros encantadores pueblitos que cruzaríamos en nuestra travesía; todos orientados hacia lo que sería para mí la realización de un sueño que me acompaña desde mi infancia, ver el desierto del Sahara. Ya habiendo visto puertos, medinas, las puertas más hermosas que puedan existir, ciudades amuralladas, ruinas romanas, monos, el Atlas y estampas que parecerían tomadas de una película religiosa, nos encaminamos.
Nos dirigíamos hacia un pueblo llamado Merzouga, al lado del desierto, literalmente al pie de las dunas. Pasamos otros pueblitos en aquel tramo casi recto de varias horas hacia nuestro destino final. Merzouga era un auténtico pueblo berebere poblado por los nativos de aquellas tierras, consistía de estrechos callejones en arena y estructuras en adobe. En este pequeño pueblo dónde se crió Rachid, nuestro guía, se encontraba el “hotel” donde dejaríamos las maletas para salir hacia el campamento donde pasaríamos la noche. Curiosamente el hotel se llamaba “Le Petit Prince”, el principito en francés, aunque el nombre posiblemente no responde a la predilección de este personaje literario sino a la influencia que tuvo la invasión francesa y que aún se siente.
A mí no me sorprendería que el principito prefiriera este lugar a otros de lujo que vimos en el camino. Este albergue o posada consistía de una estructura muy sencilla, sin aire acondicionado, de quizás algunos cuatro cuartos y que colindaba por el patio con el pie de las primeras dunas. Los cuartos solo tenían dos camitas arregladas de una manera muy humilde, sin decoraciones o mesas de noche. El que nos tocó tenía la puerta abierta y en el mismo ya habían varias maletas. Nosotras nos arreglamos rápido, nos llevamos un bulto de mano para pasar la noche y salimos a montarnos en los dromedarios, en puertorriqueño camellos de una sola joroba, no sin antes ponernos los turbantes para protegernos de alguna posible tormenta de arena.
Fui la primera en montarme y, como llevaba lista toda una vida, me enganché antes de que el guía pudiera terminar con las instrucciones en alguna lengua que nunca entendí. Esa fue la parte fácil pues tan pronto como me vio casi lista le dio el comando al dromedario para que se levantara. Por fortuna me había agarrado de aquel manubrio como si mi vida dependiera de ello, pues aquel animal se levantó de las patas traseras para luego hacerlo de las frontales impulsando todo mi cuerpo hacia el frente. Ya después que todas pasamos por el toro salvaje, comenzó la travesía. Me tomó unos minutos aceptar que mi sueño de niña se estaba realizando, que ahí estaba con mi turbante, montada en un “camello” en medio del desierto, siendo guiada por un nativo del desierto. Entre la emoción del momento, la luz de la tarde y el andar pesado del dromedario, me pasaron varias dunas. Digerir todas esas emociones era como tratar de descifrar el origen de un conjunto de olores.
El andar del dromedario era a un ritmo distinto: parecería que tenía dos sacos de cemento atados a las caderas. Me tomó un poco en lo que pude sentirme balanceada para comenzar a retratar. El guía iba caminando en su vestimenta típica, halándonos con una soga y solo de vez en cuando se giraba a ver si todavía estábamos montadas o habíamos perdido a alguien. No había nada sobre esas dunas, algunos arbustos aquí y allá, pero nada más. En algún momento vimos un campamento a la distancia o alguna motora todoterreno. El resto del camino éramos nosotros sin ningún aparente destino, en silencio, viendo caer la tarde al paso del guía.
Un poco sobre una hora más tarde y ya preparada para eliminar esta experiencia de la lista, la caravana paró. Sin mediar más palabra, el guía ordenó al dromedario bajarse y nosotras, otra vez, a sobrevivir el desmonte. Al menos nadie perdió los dientes ni le besó la nuca al “camello”, lo que fue una gran victoria individual. El resto del camino fue caminando sobre la arena al filo de las dunas. Algunas de ellas de sobre 50 pies de alto. Nos caíamos en la arena suelta y aunque nos reíamos como niñas, entendíamos el peligro de caer rodando hacia lo que aparentaba ser suelo duro. A la distancia vimos una luz, era nuestro campamento. En ese momento la alegría me colmó y en plenitud me entregué a la experiencia. Estaba lista para lo que fuera; nada me podría desenfocar.
Un simpático joven berebere nos recibió y nos enseñó nuestras tiendas. Nos pidió que soltáramos las cosas para pasar a cenar. En nuestra tienda, el “zíper” estaba roto y la puerta de lona no podía cerrarse. Adentro, una bombilla colgada del techo alumbraba las dos camitas cubiertas con colchas de lana y una alfombra del mismo material que cubría el piso. Ya sabíamos que en el desierto la temperatura nocturna era más fresca, así que no nos sorprendió ver las colchas. Ya se sentía el frío. Las únicas estructuras en el campamento eran el área de comer, lo que parecía ser la cocina y los baños. Las demás eran siete tiendas arregladas en semicírculo alrededor de una fogata. Con excepción de la luz de nuestra tienda y la que iluminaba el comedor, todo era oscuridad; perfecto para admirar el planetario que nos cubría. En el desierto no saben de contaminación lumínica. Su cielo siempre está estrellado. Jamo, nuestro guapo anfitrión, había cocinado tagine de pollo con verduras y pinchos de pavo silvestre. La comida fue fantástica y suficiente para alimentarnos más de una vez.
Pasamos a la fogata, ellos a tocar los tambores y nosotras a extasiarnos con la estampa que nos regalaban esos hombres del desierto. Todos con sus turbantes hechos con estolas larguísimas que también usaban como bufandas. Ellos eran muy diferentes al resto de los hombres que vimos. Sus facciones eran distintas a las de los árabes que pueblan el resto del país. Los había de todas edades pero eran los más jóvenes que reaccionaban de una manera un tanto infantil como quien ve por primera vez un ente legendario, un mito; mujeres solas llegando al desierto a pasar la noche, arregladas, con ropa entallada y de cabellos sueltos, libres, dejando mover sus cuerpos al ritmo de las tamboras. Aunque en cada célula de nuestro ser sintiéramos las ganas de soltar la negrura de nuestra raza, no se podía, por seguridad y respeto a su cultura musulmana. Nuestros ancestros africanos tenían otra idiosincrasia, por lo que ellos nunca van a entender. Aun cuando comparten el mismo continente, la cultura de ellos es diferente. Tampoco era la de los cuatro norteamericanos que compartían el campamento con nosotras, que aunque trataban el ritmo no les corría por las venas.
La noche pasó rápido entre el cansancio del viaje y acostumbrarnos a las camitas de heno, o que por lo menos así se sentían. Tal como nos dijo, ya a las seis de la mañana Jamo nos despertó para que viéramos el amanecer. Puedo decir que nunca la luz había sido tan hermosa ni las dunas más perfectas. El sol salía de espaldas al campamento, cubriéndolo con una luz sombría mientras pintaba las dunas de un amarillo casi rosáceo. El juego de luces y sombras resaltaba su geometría. Tomé no sé cuántas fotos, casi todas en serie, sin despegarme de la cámara. Lo quería capturar, quería llevármelo. Pero entonces pausé, respiré profundo y vi su majestuosidad. Me sentí pequeña y enmudecí. En el silencio de la mañana sola en aquella duna sentí la vida, la muerte y todo lo demás. Aunque me fui a la cama con la imagen de un cielo estrellado espectacular, me quedaré para toda la vida con la sensación de aquel amanecer.