Cruzando el Niágara en bicicleta
Decir que se ha cruzado el Niágara en bicicleta es una cosa, pero haberlo hecho en circuitos por varios meses es otra, sobre todo cuando a conciencia se ha elegido hacer el tramo, optando vivir voluntariamente un viacrucis digno de ser inmortalizado como una tragicomedia. Así iba pedaleando desesperada para no perder el balance y terminar en las rocas: en un ciclo casi eterno tan incierto como una caminata en la oscuridad y con el progreso de un hámster ejercitándose en su rueda; así sobreviví las remodelaciones de mi casa.
Podré parecer un tanto trágica y hasta dramática, pero ¡que difícil es ir a la guerra sin saber defenderse ni con una bayoneta y vistiendo solo un tanga! Así me sentí cada vez que iba un supuesto experto a cotizarme trabajos. Algunos, al verme sola viviendo en un apartamento con vista, se les hacia una sonrisita de medio la’o que actuaba como un factor multiplicador al número final. Otros, descaradamente, me miraban fijamente al entrepecho o más abajo donde jamás habrá espacio para ninguno de ellos; como si en vez de haberlos contactado estuviera entrando a una barra de mala muerte con unos jeans de los que dejan ver la geometría de las partes más íntimas regodeando las caderas y pidiendo un “favorcito” con los labios entreabiertos, olvidando que a quien manoseaban con la mirada sería quién les contrataría y finalmente pagaría por sus servicios. Tiene uno que preguntarse si en realidad hay mujeres haciendo llamadas fatulas pidiendo que las arreglen o son fantasías que van con la profesión. Quién sabe, pero no deja de ser una imagen bastante blanco y negro en tiempos de impresión a color.
También me llegó un charlatán con grado de “connoisseur” en las artes del ‘bulshiteo’. Conocedor de todo pero experto en nada, llegando a trabajar con un alicate, destornillador y alguna otra herramienta mohosa. Lleno de ideas, pero sin las herramientas para completar la obra. Por lo menos este personaje encontró que la caja eléctrica en mi apartamento bien pudo haber sido utilizada en el último episodio de seria de televisión “The Munsters”, pues era una antigüedad digna de colgar en alguna pared de mi sala. No tan solo estaba obsoleta, sino que tenía un corto circuito entre el cable que trae la electricidad y la barra que lo distribuye. Sin saberlo, estaba jugando ruleta rusa entre un ostentoso espectáculo de fuegos artificiales o el reemplazo de mis electrónicos. Sin planificar, justo había descubierto que da similar ansiedad la incertidumbre de lo que pudo ser al mismo descubrimiento.
Luego de resolver el asuntito eléctrico con un perito me tocaba la remoción de las alfombras, lo que me costó el doble de lo que era razonable pero ya para entonces estaba desesperándome y no lo consulté. El escogido fue uno de los risueños que en mí vieron su navidad. Me llegó con cuatro asistentes. Tenía dos que subían y bajaban por el elevador con los pedazos de alfombra mientras los otros dos la removían. Trabajando como hormigas; como quien tiene algún asunto urgente que atender. Aunque lo hicieron tal lo acordado parecía que llevaban una competencia con el banco, pues el cheque que les di ya estaba depositado, a primera hora del próximo día. Me imagino que aún cuando tuvo su victoria, siempre temió que alguien me dijera lo que realmente valía su trabajo y yo cancelara el cheque antes de él poder cambiarlo. La dura vida del oportunista.
Ya con los pisos en cemento crudo y los muebles de regreso en su lugar, comenzó la búsqueda de las losetas. Me encantaría decir que fue aquí donde todo cayó en su lugar, pero no fue así. Resulta que en la ruta de las famosas tiendas de pisos son solo unos cuantos los dueños, así que, aunque cambian los nombres, tienen básicamente lo mismo. Con cierta variación en la calidad y el lujo de la tienda pero en esencia lo mismo. Yo que llegaba como quien ha sido escupido a medio mascar por un despiadado monstruo. En vez de encontrarme con expertas en pisos me recibían guapas vendedoras que median la profundidad de mis bolsillos por la facha en la que andaba, dirigiéndome directamente a las de 99 centavos y con el rabo del ojo buscando compradores de las de $4.99. No es que mi orgullo necesitara ese tratamiento, pero por lo menos me habría sentido atendida. Tampoco podían entender por qué quería algo distinto a las losetas disponibles, ni podían contestar mis preguntas. En el aturdimiento, llegué a mi casa con unas muestras que resultaron ser un jabón, aunque gracias a una amiga pude darme cuenta que no podía ajorar la cosa. El simple hecho de que no me orientaran bien me hizo frustrarme más. No podía creer que yo fuera la primera mujer que llegara perdida a comprar ni que ellas no pudieran solidarizarse conmigo. Era como si llegara una pionera a abrir paso a las demás compradoras perdidas en pleno 2016. Toda esta ansiedad también tenía un cierto efecto en el crecimiento, pues cada vez que me miraba al espejo tenía las cejas de Frida Kahlo y las piernas de una extremista religiosa, aunque con los episodios de insomnio, adormecimiento cerebral y pérdida de memoria puede que me pasaran unos cuantos días entre afeitadas, pero no me importaba. Estaba en modo de supervivencia y lo que me movía era pura terquedad.
Luego, gracias a un amigo, llegué a otra avenida de tiendas, pero en este caso eran para una clientela más exclusiva donde las exponen como prendas en una joyería fina. Allí finalmente vi algo; eran de un gris claro mate y con una sutil textura para evitar los resbalones, nada complicado. La vendedora inmediatamente me comenzó a tratar como si fuera un arquitecto pues era la elección común entre ellos. Cuando uno esperaría que dado a su aparente popularidad habría variedad, sólo tenían tres colores a escoger y lo demás, pues, ni vale la pena mencionar. Después de todos estos intentos fallidos llegué a los expertos, encontré lo que buscaba y se ordenó. La mercancía tenía que venir por barco así que tomaría de tres a cuatro semanas, las que se convirtieron en seis gracias al paso del huracán Matthew. Me fui de vacaciones a tomarme una pausa y, aunque divinas, llegué más muerta que viva. Ya de regreso, tuve que coordinar la entrega y contratar una compañía la cual llegó sin el equipo necesario y el guardia de mi edificio tuvo que prestarles un carrito para que no tuvieran que dar mil viajes en el elevador. Aunque los muchachos eran muy decentes, trabajadores y respetuosos, tiene uno que preguntarse cómo hacen su trabajo sin el equipo adecuado.
Comenzó la instalación de los pisos, pero como el apartamento estaba amueblado hubo que sacarlo todo, incluyéndome a mí. Luego de evaluar varios apartamentos de alquiler temporero, incluyendo uno justo al lado de una casa llena de carros caros pero sin que nadie la viva, encontré uno que me brindó el descanso que tanto necesitaba. Además, trajo consigo una nueva amiga. Fueron unos días muy complicados, me distancié del mundo, no quería que algún pensamiento negativo me salara lo que ya tenía suficiente sodio.
Ya con el piso instalado, hubo que limpiar entre tres personas el polvo que llegaba hasta el techo y lo cubría todo. Yo estaba todavía a medio celebrar pues me quedaba lo más sencillo: la entrega de los muebles de la sala. La entrega nunca llegó a la hora acordada y, por la beneficencia de la administradora del edificio, los pudieron subir fuera del horario permitido. Me tomó más de un día celebrar la victoria y todavía me sale el cansancio de cuando en cuando. Pero, a pesar de tener que lidiar con los personajes que me llegaron, el trabajo se terminó, no sin antes extraer toda la energía de mi ser. Quedando claro y sin necesidad de una lectura de cartas, que en mi futuro cercano no habrán más remodelaciones.
Con este relato no procuro reescribir las peripecias del Lazarillo de Tormes adaptadas a las frustraciones de una mujer independiente viviendo en una sociedad machista. Tampoco busco un aplauso o la admiración de nadie. Solo quiero que sirva de ejemplo de que, aunque deseamos echar la isla hacia delante, no existe la visión empresarial para hacerlo. Nos queda esa mentalidad de pueblo pequeño de montar un negocito y empezar a vivir la vida en grande, explotando a los empleados e invirtiendo nada, viviendo cheque a cheque pero monta’os en un auto de lujo.
En cuanto al machismo, muy a pesar de ser las mujeres las cuidadoras primarias, aún muchos varones viven en la prehistoria. Como sociedad nos queda mucho por aprender y a nosotras la responsabilidad de criar a nuestro tiempo, desarrollando la seguridad del varón en sus esfuerzos y no alrededor de su virilidad. Hay que dejar ya de verlos como machos proveedores, carentes de emociones o simples peones del señor de la casa. No vale evitarlos manteniéndose lejos. Hay que erradicar esa mierda y llevar la educación a donde tenga que llegar. Nos toca a todas dar el puertazo, poner la línea y nunca perpetuar dichas conductas. Del deshonesto no tengo nada que decir, esos viven sedientos aunque de la cintura les cuelgue una cantimplora. Ese es su karma.
De mi les diré que aunque parezca, no todo fue negativo, me quedé con las cicatrices y la sabiduría de la experiencia. Aprendí que cualquier persona en cualquier momento puede ser abatida por las circunstancias, no importa cuán bien o mal se esté. Se vive lo que nos toca, se aprende y se sobrevive. No importa que en momentos uno se sienta en el medio de una tormenta dando bandazos, eventualmente pasa. No se puede vivir amedrentados como tampoco sintiéndose intocables, aunque me cogió en un gran momento y me sacudió. No puedo decir que lo haría de nuevo, pero que me siento capaz de enfrentar lo que sea aunque salga mal herida, claro que sí. Me probé que soy una guerrera y en esta ocasión logré exitosamente cruzar el Niágara en bicicleta.