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Mis aventuras en Puerto Rico: Cueviando


Haré lo que nunca antes he hecho, contar mis aventuras favoritas en Puerto Rico. Estoy escogiendo las más que recuerdo pues llevo una vida disfrutando las riquezas de esta bella isla. Todas las que compartiré han traído consigo experiencias inolvidables pero también enseñanzas que me han hecho ser la aventurera responsable que soy hoy día. Las comparto para despertarles la conciencia, los deseos de explorar y la maña al momento de escoger, coordinar o hacer aventuras en la isla o en cualquier otro lugar.

Esta primera aventura la viví hace mucho tiempo y siempre la recuerdo como una de las más intensas que he realizado. Manolo, para proteger su identidad, mi mejor amigo en la universidad había entrado a geología con la ilusión de poder estudiar espeleología, ciencia que estudia cuevas, por lo que pertenecía a la sociedad espeleológica de Puerto Rico. No recuerdo si fue una actividad oficial de la sociedad o con algunos de sus miembros pero Manolo me invitó para que le acompañara a cueviar, como le llamaban ellos. Siendo una aventurera de cuna, acepté de inmediato y con su dirección busqué entre mis cosas lo necesario para ir pues no tenía dinero para comprar nada. Así que en una mochila vieja eché una lata de salchichas, una bebida alta en calorías para diabéticos de mi abuela, un sándwich y unas galletas de soda. Pero nada de primeros auxilios o de emergencia, en esos tiempos no sabía lo que sé hoy día. El agua la llevaba en una botella de jugo que había lavado y la cual congelé después de llena. Las botas las tenía, pues me hacían falta como parte de mi equipo de estudiante de geología. Me puse unos mahones viejos, una camiseta y me llevé una camisa de mahón que no usaba desde finales de los ochenta. El ya me había conseguido un casco de construcción que no me ajustaba del todo bien y una linterna de cabeza. El resto eran las puras ganas de hacer algo nuevo y por supuesto, compartir su pasión.

Llegamos a San Germán, al barrio Rosario Peñón a encontrarnos con el grupo de quizás algunas cinco personas que nos guiarían por esta aventura. Casi de inmediato comenzamos a caminar por una finca relativamente plana. De repente como si estuvieran creciendo entre el suelo, había un afloramiento de roca caliza color gris claro y entre ellas una serie de grietas negras. Según nos fuimos acercando me pude percatar que entraríamos por una de ellas, lo que de inmediato me aceleró el corazón. Ya de frente podía sentir los latidos del corazón en la yugular. Aunque el desasosiego que me causó que los guías empezaran a dudar cuál era la entrada correcta y casi bloquea el “rush” de adrenalina que sentía, las palpitaciones no se me iban. Fueron unos minutos de ansiedad principalmente para Manolo, pues él era muy serio en las cuestiones de seguridad y llevaba consigo a su hermana, yo. Se resolvió bastante rápido después que uno de ellos entró a explorar y encontró el camino. Todos fuimos entrando uno a uno, en cuclillas y apoyándonos con las manos. Ahí de entrada aprendí por qué hay que usar cascos cuando se va a cuevas cerradas pues he ido a otras de fácil acceso, pero no es lo mismo estas son las más peligrosas y yo estaba dentro de una. Mi casco se llevó el primer guayazo del día. No entendía pues casi había pasado acostada de espaldas, pero bueno, no todos los días se está entrando por grietas tan oscuras como la noche y tan angostas como una puerta entreabierta. Tan pronto como entramos se abrió el espacio en una enorme sala que solo se podía ver con nuestras linternas. Todos mis sentidos estaban siendo activados simultáneamente; mis ojos se estaban acostumbrando a la oscuridad, mis pies se hundían en un material blando, mi piel sentía el cambio en temperatura, mi olfato se calibraba al permanente olor a humedad, y mis oídos al chillido y aleteo de los murciélagos huyendo aterrorizados por nuestra presencia. Manolo inmediatamente me advirtió que no mirara hacia arriba que los murciélagos me orinarían la cara. Para mí ya era demasiado estímulo. Me viré hacia él con las manos extendidas como una niña asustada buscando una explicación. Se río, sacó de su mochila los guantes que me había traído y había olvidado darme. Ya afuera me había puesto una cinta la que amarró en forma de arnés entre la cintura y las entrepiernas. La diferencia estribaba en que los de ellos eran de marcas conocidas y de múltiples ajustes, el mío solo tenía uno, el nudo de al frente.

Cualquiera en su sano juicio habría salido por aquella puerta, digo grieta, y no habría mirado hacia atrás. Pero no yo, respiré profundo, confié en su mirada protectora y seguí los pasos de los demás, no sin antes pasar a mirarme. Una imagen que aún me acompaña y que hoy día habría inmortalizado con un selfie. Muy parecida a la icónica pintura de Ramón Frade, El pan nuestro de cada día, pero adaptada a la oscuridad, cubierta de pie a cabeza, con la camisa amarrada a la cintura y con las suelas de las botas hundidas en el guano, el excremento de murciélagos. Tal como si caminara por un prado de frutas podridas llegamos bastante rápido al primer reto. Era un enorme túnel que cruzaba casi perpendicular a nuestro paso y se perdía en la oscuridad. Uno de los guías nos advertía que el hilo de agua que corría por el túnel lo haría muy resbaloso al mezclarse con lo que ya teníamos en las suelas. Así que con pasos cautelosos y sin tener donde agarrarse nos dirigimos al extremo más oscuro. Sacaban sogas de sus mochilas y decidían quién iría primero. Manolo se viró a decirme que no me asustara pero yo ya había visto el hueco de algunos seis pies de diámetro que bloqueaba el paso al otro extremo. Para mí que no practicaba el deporte divagaba entre la incertidumbre y la anticipación mientras ellos hilaban la soga por unas anillas que alguien más clavó. Pronto comenzaron a amarrar la soga a su arnés y como arañas cruzaban agarrándose de cuanto filo había en la roca. El turno me tocó a mí, todos me daban instrucciones y me animaban a no mirar hacia abajo. Por supuesto que miré y mi linterna las iluminó, para mi espanto pude ver las estalagmitas que cubrían el fondo como en una de esas películas de aventura donde hay que pasar la trampa para recoger el tesoro. Pero yo ni iba a buscar tesoro ni pensaba caer perfectamente sobre las puntas como suele pasar con los guapos protagonistas. No yo, a mí no me valía la fama ni tampoco tenía previsto jugarme la vida como los gatos. Puse atención, me dejé amarrar, caminé por el estrecho filo con los pies abiertos hacia afuera y con las puntas de los dedos me aferré a la vida. Ya después del otro lado tenía perfectamente claro que aunque me dieran instrucciones, al final, para salir ilesa de esta aventura, sólo podía depender de mis destrezas y las ganas de vivir.

Continuamos caminando en la oscuridad respirando ese olor a humedad que nunca nos abandonó. El camino se hacía eterno e intenso entre la oscuridad, la superficie resbalosa en la que andábamos y la irregularidad del piso. Pero el silencio era divino, en ocasiones hasta se podían escuchar gotas de agua caer. Llegamos a unas salas, unos espacios abiertos, y decidimos almorzar, no porque dieran deseos de disfrutar un picnic sino porque posiblemente el próximo reto requería las calorías. Tapábamos la comida con nuestros cascos y manos pero no sé por qué, si todo se sentía en una atmósfera insalubre. De esas que no abren el apetito ni permiten apreciar el alimento que se consume. Conversamos un rato, descansamos para luego continuar nuestro camino. No muy lejos nos tocó descender por una cara de roca cubierta de filos. El agua va disolviendo la roca creando toda esa topografía subterránea que andábamos explorando, creando a su paso túneles, huecos y los susodichos filos. Aquí uno de los muchachos sacó de su bulto una escalera flexible que dejó caer hacia el fondo. Era muy difícil bajar pues se metía entre las puntas de la roca lo que no permitía entrar las botas. Uno de ellos se ingenió amarrarla en ángulo para facilitar la cosa pero entonces era como usar una hamaca para bajar por una pared filosa con botas enfangadas. Una vez más me jugué la vida o por lo menos una cortadura no sin antes accidentalmente ponerle la mano encima a un guabá, pero mantuve la calma y me enfoqué tanto en bajar sin caerme que no me percaté que Manolo, quien justo había bajado, no estaba esperándome. Tan pronto me giré y no lo vi, ya uno de los muchachos me pedía la mochila. Muy contrario a mi naturaleza, seguía órdenes como una boba pues no había tiempo de reacción. La tomó y la echó por un hueco que quedaba como a unos 4 pies del piso del otro lado de donde bajamos. Para mí todo se silenció pues detrás del bulto iba a tener que ir yo y no me explicaba cómo sería pues no vi a Manolo hacerlo. Tal lo había temido, me pidió que levantara los brazos y con su asistencia me enhebró por aquel túnel suficientemente grande para mi cuerpo acostado pero no para levantarme más alto que a la altura de mis codos, los que tendría que usar para impulsarme. Me arrastré como un gusano por quizás algunos quince pies mientras empujaba mi mochila frente a mí. Fueron unos minutos de literal visión de túnel, la realidad que había vivido hasta ese instante desapareció. Supongo que muy bien pudo algún monje inventado la meditación de presencia mental en alguna cueva al darse cuenta que se olvidan los problemas del mundo cuando nuestros sentidos se aferran a la vida, al momento presente.

Ya cuando asomé la cabeza del otro lado, Manolo me daba más instrucciones pues ni para mi sorpresa porque ya nada me sorprendía, tenía que contorsionar mi torso a la pared mientras el resto del cuerpo afloraba por aquel túnel y evitar así caer en otro inmenso hueco. Tan pronto me senté al lado de él sabía que el final de aquella aventura estaba cerca, no era posible continuar, por lo menos yo no lo deseaba. Antes de que llegaran los demás Manolo me pidió que apagara mi linterna y disfrutara de la oscuridad. Yo nunca había estado en completa oscuridad en un lugar extraño, vulnerable, pero en paz. Aunque nuestro momento no duró mucho pues pronto estaban los demás muy deseosos de hacer el ascenso para salir de la cueva, para mí fue muy especial y nunca lo he revivido. Al momento de comenzar el ascenso hacia un hueco en el techo de la cueva, Manolo pidió una vez más ser el primero en salir para de ser necesario halarme en caso de que yo no pudiera bregar con la soga. Hicieron un sistema de sogas que al halar me subían y yo con mis piernas asistía. Lo que pude hacer con facilidad no porque lo hubiese hecho antes sino porque ya quería salir. Luego de que salimos y comenzamos a caminar de regreso a los carros no podía dejar de pensar en todas esas personas que viven a oscuras. Esos valientes que se aferran a la vida a diario haciendo las cosas más cotidianas para nosotros, pero para ellos representando una serie de retos que duran una vida, igualándonos sólo cuando nos preparamos para dormir. Habré pasado cuatro o cinco horas en esa cueva, ya ni sé cuántas, pero las suficientes para que me molestara la luz al salir, aunque no era verdadera molestia, ya quería ver. Desde entonces y como resultado de esta experiencia, cuando veo algo hermoso siempre en una reflexión silente agradezco el don de la visión.

Luego nosotros conversando, Manolo me confesó que no me habría expuesto de haber sabido las condiciones que nos encontraríamos y las faltas de seguridad que hubo. Y es la razón primordial por la que comparto esta historia, son aventuras que se recuerdan, pero siempre al momento de seleccionar una y/o algún guía se debe indagar el historial de la persona o compañía. También se debe tener el equipo adecuado para lo que se vaya a hacer y entendimiento pleno de que consiste la aventura para poder decidir si es a nuestro nivel físico o si es lo que deseamos experimentar. No puedo ni imaginar a una persona claustrofóbica pasar por lo que pasé. Tampoco nadie me preguntó si tenía condiciones existentes, no recuerdo que se haya establecido un plan de emergencia, no sé si alguno informó a alguien dónde estaríamos o si se llevaba un botiquín básico de primeros auxilios. Algo que al presente nunca haría.

Claro, no todo fue negativo. Vi por primera vez un complejo sistema con muy poca invasión humana. Disfruté del silencio y la absoluta oscuridad como nunca antes. Me desconecté de todo y pude vivir el momento presente, un paso a la vez. Me encantó que no hubiera rastros de grafiti o basura como lamentablemente pasa en cuevas de fácil acceso. Porque a veces hasta sobre petroglifos alguien pinta o talla su nombre. Quizás eso me llevé de esta experiencia, el respeto y apreciación por las cuevas en su estado natural. Tanto así que pienso que sólo profesionales deben explorarlas para no impactar su balance. No hay razón para que un bonche de universitarios o cualquier otra persona por deporte o simple curiosidad ande amarrando sogas en cuevas como estas para pasar de lado a lado, como lo hicimos nosotros pudiendo causar un derrumbe o impactar negativamente el ecosistema de alguna especie nativa. Aunque todos salimos ilesos, fue una experiencia irrepetible, muy intensa y peligrosa, no apta para la mayor parte de las personas. Aprendí temprano en mi vida que un verdadero aventurero no anda arriesgando su seguridad irresponsablemente. No puedo decir que no he vuelto a cueviar pues no sería cierto y las fotos lo comprueban, pero volver a hacer algo así nunca, ni loca.

 

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