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Acurrucadas al olvido (microcuentos sobre la memoria perdida)


Cartografía de la memoria

A Iris Miranda

Iris lavó y trenzó los cabellos de Blanquita. Luego le dio de comer avena con canela. Blanquita le gritó: “eres mala, me tienes secuestrada. ¡Quiero irme con mami!”, y le escupió la avena. Iris suspiró, limpió todo. La llevó en su silla de ruedas a la sala y le puso los muñequitos en el televisor. Iris le daba masaje en las piernas, mientras Blanquita reía dando golpes en su silla: “¿recuerdas cuando nos mudamos de Culebra? Tato se escondió en un armario porque no quería irse. Llama a Tato, no seas mala.” Iris no sabía quién era Tato, para no contrariarla dijo: sí, lo recuerdo. Blanquita sonrió. “¿Cuándo me llevarás con mamá? Ella se mudó a Ponce, cuando Papi se fue a Niuyol.” Ahora llamo a tu mamá, no te preocupes. Blanquita finalmente se durmió, mientras Iris le cantaba una nana. Al terminar salió del cuarto sin hacer ruido, apagó la luz y desde el umbral le susurro: ¡Te quiero mucho, mami, descansa!

Un grito en la noche

“Vivo derramada de olvidos, como las calles y sus edificios abandonados. Amanezco cada día como un grito en la noche al que nadie conoce ni escucha, al que nadie ama porque no perciben, solo tú, Armando. Mi mejor recuerdo será el día que amanezca y tú me reconozcas...” Repetía todos los días la anciana ante la tumba de su difunto marido. Al hacerse de noche, susurró: “Armando, no me olvides, regreso mañana”. Recogió su bolsa de papel y se acurrucó para dormir frente a la entrada de una tienda abandonada.

Acurrucada al olvido

Cada día despierto niña. Juego en mi habitación de nubes. Mi soledad es una jaula sin pájaros donde peregrino desde mí misma, pero casi todos mis recuerdos se suicidan. Voy muriendo cada hoy, por eso no puedo contarte mi cuento de quien ya no soy. Voy regresando poco a poco al ayer, pero los demás no se quieren ir conmigo. Cada día, despierto menos. Hoy despedí mi última palabra sonriendo un “ma-má” a la sombra de esa mujer que acaricia mi frente. Acurrucada a ella, balbuceo una despedida, hasta quedar dormida quizá ya no despierte. Soy ya la hija de mi hija.

What's in a name?

A veces un pétalo es una esperanza, declamo en la plaza al vender flores que encuentro a mi paso. Unos van, otros regresan por pequeñas treguas. Vivo en la calle. Casi nadie me ve. Tal vez fui maestra, me gusta contarles cuentos a los niños. Quizá, escritora. Recuerdo, tantos lugares y épocas quizá no vividas. Grito fuerte: ¿quién soy? Unos días: Ana, otros Laura, Mariana, Nina...y narro las historias de quienes fui. Me dejan unas monedas y canto mi canción de cumpleaños. Al atardecer recojo mis flores marchitas y mi bolsa de ropa, para dormir en cualquier lugar. Se acerca el policía de la plaza a decirme que ya es hora. Le regalo una flor. Hoy, finalmente, se preocupa por

mí: “¿Doñita, ¿cómo se llama?, ¿dónde vive?” Llámame por cualquier nombre al fin de cuentas, ya perdí el mío.

Final en blanco

Volví a perderme. Alguien me gritó por no sé qué, pero no lo recuerdo. Camino sin rumbo. El pitido en mis oídos me confirma que perdí la brújula mental. Me ocurre a menudo, después de la operación de tiroides, el doctor me refirió al neurólogo, quien

confirmó que estoy perdiendo la memoria. Primero fueron pequeños detalles; luego, mi capacidad de escribir novelas o cuentos largos y recurrí al microcuento. Ahora estoy frente a este final en blanco. No sé cómo llegué aquí. Son pequeños huecos silentes que me llevan al eco de distintos pasados, a la infancia, o a otros pasados que, en ocasiones, descubro que pertenecían a un libro que leí y no a mi vida. Si me olvido de mí y me encuentras, solo tienes que llevarme de la mano a otro final antes de cerrar este libro.

Ana María Fuster Lavín

[Cuestión de género]

 

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