El que no tiene dinga, tiene mandinga
Siempre que escuchaba este refrán se entendía como una metáfora para indicar la falta de perfección en el concepto donde se atribuía. Si te quejabas de alguien, el consejo dado era: “Por qué refunfuñas, fulano ni nadie es perfecto, el que no tiene dinga”… Todavía lo utilizamos para criticar relaciones de pareja, familias, asociaciones, lugares de trabajo, jefes, amistades… La lista es infinita. Fortunato Vizcarrondo (1895 –1977) escritor puertorriqueño, inmortalizó esta frase en nuestra literatura cuando tituló su libro de poesía negroide Dinga y Mandinga (1942). También lo menciona en su famoso poema ¿Y tu agüela, aonde ejtá?
No fue hasta el 1976, cuando tuve el honor de tomar una clase de cultura puertorriqueña con el ilustre don Ricardo Alegría en el recién fundado Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y del Caribe, que descubrí el origen y significado de este dicho popular. La palabra dinga se deriva de la palabra inca, antiguos pobladores indígenas del Perú y la palabra mandinga se refiere a uno de los primeros grupos de africanos que trajeron a Puerto Rico como esclavos y que aun habitan en Gambia, Senegal, Malí, Sierra Leona, Liberia. Por lo tanto, el refrán tiene una connotación racista en su origen: significa que el que no tiene sangre de indio, la tiene de negro. Se utilizaba para diferenciar entre la población de Europa y la de América enalteciendo a la primera y degradando a la segunda.
Como sabemos, los puertorriqueños somos la unión de tres razas y lo declaramos a boca de jarro y con mucha honra. En estos tiempos se nos hincha el pecho más al hablar sobre esa fusión desde que un biólogo de la Universidad de California, Berkeley descubrió que somos el ser humano perfecto en términos genéticos. Tristemente, a pesar de ese aparente orgullo, inconscientemente muchos hemos pecado de racistas en algún momento de nuestras vidas y hasta nos hemos avergonzado por nuestra herencia africana. Tenemos muchos adjetivos para describir las diferentes tonalidades de nuestra piel: jincho, jabao, trigueño, moreno, prieto, mulato, negrito… Aunque tengamos la piel obscura, muchos decimos que la heredamos de los taínos. Y gracias a la queratina, el pelo ya no nos descubre.
¡Cuántas veces, supuestamente bromeando, le reclamamos a nuestra abuelita de piel blanca por qué había dañado la raza casándose con mi abuelito de piel negra! ¡Cómo suspiraba y le brillaban los ojos al contestarnos: ¡Es que tenía un cuerpo! … Correspondientemente, nos comprometíamos a mejorarla a como diera lugar.
¡Cuántos en la escuela se burlaron de mí por tener el pelo rizo, o por mi nariz achatada, caderas anchas y/o glúteos voluminosos! Me comparaba con las muñecas rubias, las imágenes de niñas con ojos azules de los libros, las modelos de revistas altas, delgadas, blancas, perfiladas, o con las actrices de televisión y concluía que no era bonita. ¡Me sentía avergonzada! Para una niña de siete, ocho, nueve años esto era muy doloroso. Por otro lado, mi personalidad hacía que fuera bien popular entre la mayoría de mis compañeros y esto aminoraba ese dolor, esa angustia de saberme diferente, de saberme fea, de saberme negra.
La memoria más remota que tengo sobre ese tipo de experiencia tenía diez años y cursaba el sexto grado. La escuela organizó un reinado para elegir a una reina de belleza. Cada salón hogar debía escoger a una representante y fui la elegida. Éramos seis. Todos los estudiantes votaron y fui la ganadora. Estaba muy contenta, pero esa alegría duró muy poco pues escuché a alguien decir: ¡Cómo ella ganó con esa nariz! Recuerdo que llegué a mi casa, corrí al lugar donde mi mamá guardaba los palillos de tender la ropa; agarré uno, me escondí en la bañera y me pinché la nariz con el palillo para que se me perfilara. Llorando me quedé dormida y me encontraron a las pocas horas con la nariz morada por falta de circulación. De milagro, no me la amputaron.
Ya en noveno grado, experimenté una situación similar. En la escuela organizaron un desfile de modas para dar a conocer el trabajo de un estudiante aspirante a diseñador. Había que escoger a una representante de cada salón hogar y mis compañeros me eligieron, como siempre. Cuando llegué a la reunión, me descartaron porque no tenía las características típicas de una modelo: delgada, alta y chumba (dícese de la mujer que no tiene mucha nalga). En ese momento decidí que algún día les demostraría que podía ser modelo.
Tenía diecisiete años y ya estudiaba en la universidad cuando llegó esa oportunidad por medio del programa de Silvia de Grasse en el Show de las Doce. Me convertí en una de las modelos de Marta Hagman y precisamente, por mi tipo de cuerpo, era escogida para modelar bikinis y hot pants. Modelaba en el Show de Walter Mercado, en el de Lissette, y en el mismo Show de las Doce, por mencionar algunos. Aunque el modelaje tiene connotaciones negativas que descubrí en poco tiempo y que son tema para otro ensayo, tengo que confesar que esta experiencia me ayudó a aceptar y a sentirme orgullosa de mi físico y más aún, para tener la fuerza para sobrellevar los comentarios racistas que siempre me hacían. Muchas veces me llamaron por teléfono anónimamente para cuestionar qué había hecho para lograr participar en tal o cual evento porque por ser bonita no era.
De adulta también he sufrido el racismo por parte de mis disque queridas amigas. Como cada vez que estaba embarazada, me decían: Ay, amiguis, reza para que no te salga nena porque qué mucho dinero gastarás en alisados para el pelo. Luego, cuando nacieron cada uno de mis tres hijos comentaban: Ah, Dios, ¿a quién salió ese bebé con el pelo chino? O cuándo nació mi hija: ¡Estás segura de que no te la cambiaron porque es tan blanca!
He aprendido a defenderme, a que ese tipo de comentarios no me hiera, pero me pregunto: ¬¿estarán nuestros hijos preparados para enfrentar este mal? El racismo todavía sigue arraigado en lo más profundo de nuestro ser en pleno siglo 21, pero los niños no nacen racistas. Esto es una conducta que se aprende a través de la familia, la escuela, la televisión, la radio, la prensa, la música, la literatura... Este es el momento de arrancar de raíz esta ignominia. Tenemos que comenzar por distinguir evaluar nuestras acciones, declaraciones, lenguaje corporal… y corregirlos inmediatamente. Debemos perdonarnos por las veces que fuimos racistas y comprometernos a no serlo jamás. Debemos analizar con nuestros hijos aquellas imágenes, escenas, comentarios, anuncios, canciones que fomenten el racismo y cualquier otro tipo de discrimen y explicarles por qué no es un comportamiento digno de un buen ciudadano o cristiano. Debemos alzar nuestra voz cuando se cometen injusticias y asesinatos como el de George Floyd en Minnesota. En fin, debemos mostrar y dar amor al prójimo sin importar su color de piel, nacionalidad o aspecto físico. Recordemos siempre los famosos versos de Vizcarrondo: Aquí el que no tiene dinga tiene mandinga; por eso yo te pregunto: ¿Y tu agüela, aonde ejtá?
Aracelis Nieves Maysonet es Catedrática Asociada de Español en la Universidad Ana G. Méndez, Maryland. Como educadora su misión es aumentar las oportunidades educativas de los estudiantes menos privilegiados a través de la investigación y creación de programas educativos que llenen sus necesidades. Como cuentista, denuncia los problemas sociales y el discrimen que sufre la mujer. Ha publicado tres libros: Nosotras …Como siempre (1984), Nosotras … Otra vez (2001) y Nosotras …Todavía (2018). Su próximo libro reproduce la discriminación contra la mujer latina en la Academia. Es reconocida como una de las mejores escritoras puertorriqueñas en la antología Del silencio al estallido: Narrativa femenina puertorriqueña (1991).
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